lunes, 13 de febrero de 2012

Recuerdos encapsulados

Yo fui una niña enferma. Nunca supe si la causa era genética o producto de  un desequilibrio orgánico debido a  la cantidad de pastillas que me daba mi madre.
Recuerdo la hora del desayuno, junto a la taza me ponían en fila india toda una serie de grageas para distintas dolencias. Las había de todo tipo, redondas y gomosas, alargadas y de colores vivos, trasparentes  rellenas con un líquido viscoso, otras que se podían abrir y contenían un polvillo de un olor un tanto nauseabundo.
 Mis preferidas eran unas  redondas de color rojo, muy blanditas que si no recuerdo mal  eran vitaminas. Me encantaba estrujarla y hacer que  saliera por un pequeño orificio su contenido de color marrón formando una especie de serpentina; yo lo lamía y luego succionaba el resto del contenido. Había una en particular que yo detestaba  porque era  dura y me costaba tragarla. Por más que la apurara con un sorbo de leche con cacao siempre se me quedaba atascada en el esófago y podía sentir como se deslizaba con mucha lentitud y de forma dolorosa hacia mi estómago. Yo me entretenía jugando con ellas.  Las ponía por pares  combinando sus colores, formaba figuras de ositos o muñecas, a veces eran un tren o una torre.

Por entonces yo tenía una perra salchicha que se llamaba Frida.                                                                            A la hora del desayuno  Frida solía esconderse  debajo  de la mesa. Un día descubrí por casualidad que a Frida le gustaban las pastillas. Al querer partir con una cuchara la que me costaba tragar, la susodicha salió volando, y Frida que era muy hábil en eso de coger las cosas al vuelo, pegó un brinco y de un zás, se zampó la pastillita. Con asombro quise averiguar hasta que punto llegaba la destreza de mi mascota, y comencé a lanzarle de una en una toda la colección de pildoritas que reposaba junto a mi taza. A cada lanzamiento mi pequeña Frida pegaba un salto y glup, pastilla adentro.
 La hora del desayuno comenzó a transformarse en una especie de adiestramiento  para Frida. Cada día intentábamos saltos más altos y formas más complicadas de  lanzamiento de grageas. Entre las dos se formó un vínculo muy fuerte.

Frida nos abandonó cuando yo tenía aproximadamente 12 años. Le diagnosticaron hipervitaminosis.
 Yo sé que mi madre lo hacía todo por mi bien. Mi salud era prioritaria para ella; incluso me daba un jarabe para la inteligencia que hoy casi 40 años más tarde sigo teniendo mis dudas de si era o no efectivo.

Hoy soy una persona muy sana. Me gusta levantarme temprano cuando el sol comienza a teñir las nubes con sus primeros rayos y  salir a pasear  por el monte,  sentir el aire fresco penetrando en  mis pulmones, oír  el trino de los pájaros en la copa de los árboles, oler el aroma que desprende la hierba al pisarla, y sé que en parte mi buena salud se la debo a Frida.


Ejercicio nº 1 del curso "El gozo de escribir" de  la Escuela de Escritores

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