martes, 21 de febrero de 2012

Lady Ivonne Wickmoel

Lady Ivonne Wickmoel

Lady Ivonne Wickmoel era la viva estampa de una aristócrata venida a menos.                                                                        Todas las tardes podías encontrarla sentada  a una mesa de la terraza del club de golf; con su blanco pelo siempre sujeto en un tirante rodete que le alargaba las facciones dándole un aire oriental.  Su traje azul que alguna vez había sido de terciopelo presentaba ahora un estampado  de manchas  variadas y bordes raídos.                                                                                                             Lady Ivonne siempre fumaba con boquilla. Consumía de forma incansable unos largos y finos pitillos de un aroma que provocaba nauseas y cuyo humo  te envolvía  en su nube gris cuando te aproximabas a ella.                                                                                                                                   A lady Ivonne, le encantaba dar besos. Si  la presentada era una mujer le  ponía sus labios pegajosos contra la mejilla, y si era un hombre  le ofrecía su mano para que la besara, dejando impregnado en los labios del galante caballero un sabor a cebo rancio producto de las capas superpuestas de  crema de manos sin alternar nunca con el jabón. Y lo peor era cuando te abrazaba; el olor ácido mezcla de naftalina y orines añejos que se desprendía de su ropa te penetraba por las fosas nasales causando irritación en las mucosas.                                                                                                         Cada vez que podía convencer a alguien, lo sentaba a su mesa con la excusa de invitarle a un café, que siempre acababa pagando el convidado ya que Lady Ivonne tenía por costumbre olvidar su monedero en casa.        
                                                                                                                                                                               Lady Ivonne prefería el coñac, y mientras lo iba libando poco a poco, saboreándolo y reteniéndolo en la boca el mayor tiempo posible, comenzaba con su interminable perorata en un tono  de voz afectado y  típico de inglesa que nunca  aprendió la lengua de la tierra en la que residía hacía más de cincuenta años.
-¿Te he contado querida, que mi marido era diplomático y que vivimos en más de treinta países?-


Segundo ejercicio del curso "El gozo de Escribir" de la Escuela de Escritores

lunes, 13 de febrero de 2012

Recuerdos encapsulados

Yo fui una niña enferma. Nunca supe si la causa era genética o producto de  un desequilibrio orgánico debido a  la cantidad de pastillas que me daba mi madre.
Recuerdo la hora del desayuno, junto a la taza me ponían en fila india toda una serie de grageas para distintas dolencias. Las había de todo tipo, redondas y gomosas, alargadas y de colores vivos, trasparentes  rellenas con un líquido viscoso, otras que se podían abrir y contenían un polvillo de un olor un tanto nauseabundo.
 Mis preferidas eran unas  redondas de color rojo, muy blanditas que si no recuerdo mal  eran vitaminas. Me encantaba estrujarla y hacer que  saliera por un pequeño orificio su contenido de color marrón formando una especie de serpentina; yo lo lamía y luego succionaba el resto del contenido. Había una en particular que yo detestaba  porque era  dura y me costaba tragarla. Por más que la apurara con un sorbo de leche con cacao siempre se me quedaba atascada en el esófago y podía sentir como se deslizaba con mucha lentitud y de forma dolorosa hacia mi estómago. Yo me entretenía jugando con ellas.  Las ponía por pares  combinando sus colores, formaba figuras de ositos o muñecas, a veces eran un tren o una torre.

Por entonces yo tenía una perra salchicha que se llamaba Frida.                                                                            A la hora del desayuno  Frida solía esconderse  debajo  de la mesa. Un día descubrí por casualidad que a Frida le gustaban las pastillas. Al querer partir con una cuchara la que me costaba tragar, la susodicha salió volando, y Frida que era muy hábil en eso de coger las cosas al vuelo, pegó un brinco y de un zás, se zampó la pastillita. Con asombro quise averiguar hasta que punto llegaba la destreza de mi mascota, y comencé a lanzarle de una en una toda la colección de pildoritas que reposaba junto a mi taza. A cada lanzamiento mi pequeña Frida pegaba un salto y glup, pastilla adentro.
 La hora del desayuno comenzó a transformarse en una especie de adiestramiento  para Frida. Cada día intentábamos saltos más altos y formas más complicadas de  lanzamiento de grageas. Entre las dos se formó un vínculo muy fuerte.

Frida nos abandonó cuando yo tenía aproximadamente 12 años. Le diagnosticaron hipervitaminosis.
 Yo sé que mi madre lo hacía todo por mi bien. Mi salud era prioritaria para ella; incluso me daba un jarabe para la inteligencia que hoy casi 40 años más tarde sigo teniendo mis dudas de si era o no efectivo.

Hoy soy una persona muy sana. Me gusta levantarme temprano cuando el sol comienza a teñir las nubes con sus primeros rayos y  salir a pasear  por el monte,  sentir el aire fresco penetrando en  mis pulmones, oír  el trino de los pájaros en la copa de los árboles, oler el aroma que desprende la hierba al pisarla, y sé que en parte mi buena salud se la debo a Frida.


Ejercicio nº 1 del curso "El gozo de escribir" de  la Escuela de Escritores